Mientras que para los niños
y jóvenes de esta generación resulta natural hablar de computadores,
smartphones y tablets, los nacidos en los años 80s tuvimos el primer contacto con
un computador en la adolescencia (o al menos ese fue mi caso).
A mediados de los años 90
mis manos tocaron, por primera vez, el teclado de un computador. Sucedió en la
sala de informática del colegio donde cursé la secundaria. Mientras mis
compañeros hacían dibujos a punta de click de ratón, Yo escribía palabras y
frases en un documento de WordPerfect que el profesor revisaba de cuando en
cuando. Como no tenía dominio del teclado, un compañero guiaba mi mano por el
computador, y mis dedos iban encontrando las letras como por arte de magia. A
eso se reducían mis clases de informática como estudiante ciega.
Ya en la universidad, un
compañero con deficiencia visual, quien manejaba la sala de invidentes de la
biblioteca, intentó despertar mi inquietud por el uso del computador con JAWS,
un lector de pantalla. -¿Un qué?- Lo entendí mejor cuando decidí, casi a
regañadientes, asistir a la sala. Me senté frente al computador, y empecé a
escuchar una voz robotizada, algo cansona, que me iba diciendo lo que aparecía
en la pantalla. Yo pensaba -Pues sí, ese JAWS será muy bueno, pero esto de los
computadores… no se hizo para mí-. Continuaba tomando apuntes en Braille como
lo había hecho en el colegio, y prefería seguir confiando en mis amigos y
familiares videntes para lecturas y transcripciones. Pero en los semestres
avanzados, cuando ya nadie podía ayudarme por falta de tiempo y porque era
mucho lo que tenía que leer y casi todo en inglés, tuve que empezar a tomar muy
en serio al dichoso lector de pantalla JAWS.
Poco a poco me fui
acostumbrando a esa voz, y gradualmente fui adquiriendo independencia en el uso
del correo electrónico y la realización de búsquedas en Internet. Ya con un
computador en casa, y conociendo mejor el teclado, empecé a redactar
documentos, solicitando la ayuda de personas videntes únicamente para
cuestiones de estilo y formato. Me dediqué también a leer libros por gusto y
aprendí a utilizar reproductores de música, y desde entonces el JAWS se
convirtió en un compañero inseparable. Esa voz robotizada, tan cansona al
principio, me acompañó durante mi trabajo en el Sistema de Inclusión Educativa
de la Universidad Nacional. Por la misma época adquirí un celular al cual se le
instaló un lector de pantalla para hacerlo accesible. ¡Ya no dependería de unos
ojos para buscar contactos o leer los mensajes de texto!
No es exagerado decir que,
gracias al lector de pantalla, obtuve uno de mis más grandes logros a nivel
académico y, por qué no, a nivel personal: haber ganado la prestigiosa beca
Fulbright para realizar estudios de postgrado en los Estados Unidos. Durante la
maestría en Comunicación, JAWS me leía montones de artículos en inglés, y me
facilitaba el contacto con mis seres queridos a través de Skype, Facebook y
Twitter. Recuerdo que en una de mis clases, el profesor nos pidió hablar sobre
inventos que consideráramos revolucionarios, y yo, sin pensarlo dos veces,
elegí al lector de pantalla. El, a diferencia de los seres humanos, puede leer
durante horas sin cansarse y está disponible a cualquier hora del día, los 365
días del año (a menos que toque formatear el disco y los archivos se pierdan).
El, con su voz sintética, nos permite a las personas ciegas “ver” lo que
nuestros ojos no pueden percibir.
Por Adriana Pulido C
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